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Artículo #89

Aspectos simbólicos que rodean a la vitivinicultura chilena

Por Gonzalo Rojas A. MARZO DEL 2021

Un símbolo es una representación de una idea, identificable por el conjunto de la sociedad o bien por una parte de ella, en virtud de ciertas convenciones socialmente aceptadas. A diferencia de un signo, este no posee necesariamente correspondencia ni proximidad entre significante y significado, vale decir, entre el contexto en el que se expresa y lo que se entiende de él. No está atado a una época en particular ni a un espacio delimitado. No tiene tiempo ni lugar definido, puesto que es una convención que vive en el mundo de las ideas, en el ámbito del pensamiento colectivo. Los símbolos son obras con significado propio (Lotman, 1979). Su nombre proviene del latín symbolum y antes, del griego oúqPoXov, palabra que desde los tiempos de la filosofía clásica ha sido utilizada como una forma de comunicar ideas, generalmente abstractas, siendo validado en el campo de los estudios sociales como el medio de expresión al que se atribuye un significado convencional y en cuya génesis se encuentra la semejanza, real o imaginada, con lo significado.

Texto destacado

Para el caso de la simbología que rodea a la vitivinicultura chilena, las imágenes y conceptos con que se asocia a este patrimonio cultural varían según el ámbito de significación desde donde se posicione el observador.


Para el caso de la simbología que rodea a la vitivinicultura chilena, las imágenes y conceptos con que se asocia a este patrimonio cultural varían según el ámbito de significación desde donde se posicione el observador. No obstante, existe un amplio espectro en que las redes de significación con que históricamente ha sido asociada esta práctica obedecen a una larga serie de convenciones socialmente aceptadas, las que en ocasiones se resisten a las nuevas intenciones de la propia industria, que ha realizado esfuerzos significativos durante los últimos años por mejorar la imagen general que se tiene del vino chileno, tanto en el mercado interno como en el extranjero.

En términos generales, la respuesta a la interrogante respecto a la relación entre el consumo de vino y la pertenencia social a una clase determinada, va evidenciado variaciones no sólo en el campo de las redes de significación conceptual en torno al desarrollo histórico de la actividad, sino que, además, da cuenta de la evolución de la significación misma que los distintos grupos sociales le otorguen, dependiendo de su posición social.

En el campo de las consideraciones históricas, entre las que expresan mayor prevalencia entre los chilenos, están las que dicen relación con conceptos tales como “tradición”, “antigüedad”, “sentido aristocrático” y “orgullo”, en torno a una especie de imagen europeizada que se proyecta hacia el exterior. Asimismo, la identificación generalizada con el paisaje -valles frondosos, montañas, cielos límpidos y luminosos, quietud y belleza escénica- y la fiesta, celebración y ritualidad, son otros elementos que dan cuenta de lo incorporado que está en el conjunto de imágenes con que se caracteriza habitualmente al mundo rural.

No obstante, conceptos como “calidad”, “salud” y “originalidad”, entre otros, aparecen recientemente en la conciencia de la población producto de las transformaciones experimentadas por la industria en las últimas décadas. Gracias a nuevas experiencias con que hoy se asocia al vino, han aparecido entre los consumidores novedosas valoraciones en torno a un “cambio social” en el consumo y una especie de “democratización del placer”.

Consideraciones que se ven refrendadas no sólo por la evolución estadística de la demanda interna en términos cuantitativos, sino además por otros de carácter cualitativo tales como la “elegancia”, “gusto adquirido” o “estatus”, percepciones que sin duda han alejado al vino de las antiguas asociaciones que solían caberle como una bebida “mediocre”, “vulgar” y responsable de buena parte del alcoholismo de la clase trabajadora hacia finales del siglo XIX y principios del XX.

Hoy en día, en cambio, las apreciaciones generales que se tienen del vino lo vinculan con actividades como la gastronomía, la hotelería y el turismo, toda vez que vemos cómo la evolución de la vitivinicultura chilena ha ido diversificando sus campos de significación e incorporado nuevos elementos simbólicos a la imagen que se busca proyectar a través de la publicidad.

Nuevas ideas que hoy aparecen con naturalidad entre un número cada vez mayor de chilenos y que, paulatinamente, han agregado nociones técnicas que van permeabilizando desde la disciplina enológica hacia la sociedad no especializada, en gran medida gracias a la iniciativa de las viñas que se han atrevido a invertir en programas de capacitación dirigida hacia sus canales habituales de comercialización (como hoteles, restaurantes y supermercados).

Actividad donde aparece la figura del sommelier o “asesor de vinos”, como un puente entre el mundo académico y tecnológico, y el consumidor neófito, comunicando concepciones como “adaptabilidad”, “variedad”, “terruño”, “ensamblaje”, “regularidad” y muchos otros, sin dejar de considerar los que resultan del propio análisis sensorial, tales como: “cuerpo”, “persistencia”, “retrogusto”, “guarda” y todos aquellos adjetivos calificativos que son utilizados convencionalmente para describir un vino.

En el ámbito más estrictamente comercial, han ido instaurándose sintagmas como “relación precio-calidad”, “marca-país”, “negocio rentable” y “posicionamiento internacional”, así como se han incorporado sustantivos extranjeros como el de “cluster” para definir las intenciones de la industria.

Conceptos como “potencialidad”, “diferenciación”, “sustentabilidad”, “optimización” e “innovación” ya han comenzado a hacerse habituales en el mundo del periodismo especializado y de la investigación académica, donde recientemente se han sumado aportes de la agronomía antroposófica como “vitivinicultura orgánica” y “biodinamismo” y del mundo de la ecología como “vitivinicultura verde” y “vinos sin huella de carbono”.

Aspiraciones de una industria que no cesa en sus intenciones de modernizarse y posicionarse como un actor relevante en el mercado internacional, dejando atrás las viejas consideraciones como “vino bueno pero barato” o “vino exótico y sobreabundante” como solía describirse al vino chileno hasta hace no mucho, asociado casi con exclusividad con el Cabernet Sauvignon o con los vinos corrientes vendidos a granel como mosto concentrado o en envases tetrapack.

Otro elemento interesante que merece ser destacado aquí, es la revaloración simbólica que se ha visto en años recientes por los vestigios de la vitivinicultura colonial, que de alguna forma u otra sobrevivieron al paso del tiempo, al afrancesamiento de la industria durante el siglo XIX y parte del XX, y a las dificultades propias de una actividad que se vio sumida en una profunda depresión económica durante buena parte del siglo pasado.

El amplio rescate patrimonial que muchas viñas han emprendido con fines turísticos y algunos (pocos) de carácter filantrópico, en un puñado de pueblos y aldeas vitivinícolas del Valle Central, han dado muestras inequívocas de una nueva intencionalidad hacia las formas tradicionalmente criollas que aún existen en lugares como el Maule, Ñuble o Bío-Bío, zonas en que es posible conectarse no con la vitivinicultura francesa incorporada y adaptada desde el siglo antes pasado, sino que con aquella heredada desde tiempos hispánicos.

Un nuevo campo de investigación que ha sido abierto por historiadores que tradicionalmente se han dedicado a los estudios coloniales en el marco de la historia económica y la historia cultural, incorporando nuevos métodos epistemológicos provenientes de disciplinas como la semiología, la antropología social y la arqueología.