El reporte de Tim Atkin, por su parte, se basa en un exhaustivo recorrido personal por las bodegas del país. Su mirada ofrece contexto y profundidad, pero sus notas y clasificaciones son inseparables de sus impresiones individuales y del relato que construye como crítico.

El resultado es un consumidor que termina condicionado por números y medallas. Lejos de ampliar su horizonte, estos puntajes lo conducen hacia un canon estandarizado, donde domina un paladar global moldeado por la lógica del marketing, más que por la verdadera diversidad vitivinícola. Así, herramientas pensadas originalmente como guías se transforman en dogmas que definen lo “bueno” y dejan al margen lo distinto.

La raíz del problema no está en la búsqueda de calidad, sino en una maquinaria comercial que premia la capacidad económica de las bodegas para inscribir vinos, participar en ferias y adquirir los codiciados stickers que adornarán las botellas. En este escenario, la calidad organoléptica queda relegada frente a la visibilidad de mercado.

Quizás ha llegado el momento de repensar esta devoción por las cifras. El vino, más que un objeto a ser puntuado, es una experiencia profundamente cultural, variable y subjetiva. Reducirlo a un número —por más prestigioso que sea quien lo asigna— es traicionar su esencia. En última instancia, los sistemas de puntajes no elevan al vino: lo encierran en una lógica mercantil que empobrece su diversidad y limita nuestra capacidad de disfrutarlo sin prejuicios.

La verdadera revolución sería liberarnos de los números y volver a explorar el vino desde la curiosidad, la intuición y el placer. Solo así podremos recuperar la experiencia que lo hace único.

¡Vivamos la experiencia!