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Artículo #227

Chacolí, un patrimonio relicto de la vitivinicultura chilena

Por Gonzalo Rojas Aguilera JULIO DEL 2025

En la historia del vino chileno, pocos productos reflejan de manera tan clara la tensión entre tradición y modernización como el chacolí. Este vino de origen colonial, elaborado con uvas criollas por manos campesinas desde el siglo XVIII, alcanzó una notable importancia en el siglo XIX, para luego ser progresivamente desplazado por la vitivinicultura afrancesada. Sin embargo, en rincones como Doñihue, en la Región de O’Higgins, la tradición ha resistido. Allí, en abril pasado, dicté una clase sobre patrimonio vitivinícola chileno como parte del Diplomado en Enoturismo de la Universidad Estatal de O’Higgins. Fue también una oportunidad para reencontrarme con esta bebida patrimonial, que en su humildad encierra una parte fundamental de nuestra identidad rural.

Texto destacado

Durante el siglo XIX, el chacolí fue uno de los vinos más consumidos de Chile, elaborado por pequeños productores a partir de cepas criollas como la uva País y el Torontel. Olvidado tras la hegemonía de la vitivinicultura afrancesada, hoy resurge como producto patrimonial gracias al trabajo de historiadores, académicos y agricultores de Doñihue, que han sabido mantener viva esta herencia campesina.


El chacolí chileno nace a fines del periodo colonial, como una adaptación local de prácticas vitivinícolas traídas por inmigrantes vascos, quienes buscaron recrear su txakoli en el nuevo mundo. Pero más que una copia, el chacolí fue una creación original: “un nuevo producto, resultado de la interacción entre las tradiciones españolas y las realidades del nuevo mundo” (Lacoste et al., 2015, p. 99).

Se elaboraba a partir de cepas como uva País, Moscatel de Alejandría y especialmente Torontel. Claudio Gay, en 1855, lo describía como un “mosto fermentado que no contiene arrope ni cocido... delgado, suave y de un sabor agridulce que lo asemeja a la sidra” (p. 100).

Durante la segunda mitad del siglo XIX, el chacolí alcanzó su edad dorada: llegó a representar el 28% de toda la producción nacional de vinos y mostos (Lacoste et al., 2015, p. 102). El desprecio tecnocrático hacia las variedades criollas y los métodos tradicionales fue clave en la decadencia del chacolí. Pese a ello, el chacolí sobrevivió. Gracias a la persistencia de pequeños productores, sobre todo en la comuna de Doñihue, esta tradición se ha mantenido viva como un relicto del Chile campesino. Desde 1975, se celebra allí la Fiesta del Chacolí, una expresión de orgullo territorial donde conviven vino, gastronomía, música popular y artesanías, como los chamantos.

Un punto de inflexión en la revalorización del chacolí lo marcó el trabajo académico desarrollado por el equipo de la Universidad de Santiago de Chile, liderado por el historiador Pablo Lacoste, quien ha sido pionero en la reconstrucción de las trayectorias olvidadas del vino chileno. A través de un riguroso estudio histórico, publicado en Revista Idesia en 2015, Lacoste y su equipo sistematizaron fuentes notariales, archivos de prensa del siglo XIX, informes agronómicos y literatura especializada para demostrar que el chacolí no fue un vino marginal, sino un protagonista de primer orden en la vitivinicultura chilena decimonónica. El estudio reveló que, entre 1861 y 1890, el chacolí llegó a representar el 28,2% de la producción nacional de bebidas derivadas de la vid, alcanzando cifras comparables a las del vino y la chicha, y siendo ampliamente consumido en las ciudades y campos del país.

Esta reivindicación académica fue acompañada por una valiosa iniciativa de transferencia tecnológica y desarrollo territorial impulsada por la Fundación para la Innovación Agraria (FIA), en conjunto con la Facultad de Ciencias Agronómicas de la Universidad de Chile. El proyecto Valorización del chacolí, en el corazón de la identidad doñihuana (2016–2018), dirigido por las profesoras Sofía Boza y Carmen Prieto, logró articular conocimientos científicos y saberes tradicionales para mejorar la calidad enológica del producto, estandarizar prácticas de vinificación, desarrollar etiquetado y presentación comercial, y posicionar el chacolí como un producto patrimonial con identidad territorial.

Como resultado, el valor de mercado del chacolí se multiplicó por cuatro durante la duración del proyecto, lo que repercutió directamente en los ingresos y condiciones de vida de los productores. Aún más significativo fue el fortalecimiento del capital social: productores históricamente aislados lograron organizarse en la Asociación Gremial de Chacoliceros de Doñihue, dando lugar a una estructura de gobernanza local en torno a este vino. Lo que alguna vez fue considerado un residuo del pasado, hoy se proyecta como motor de identidad, orgullo y desarrollo rural.

La revalorización del chacolí

Lo que vi en Doñihue hace pocas semanas confirma plenamente esta tendencia. No se trata solo de una recuperación simbólica o museográfica: el chacolí ha vuelto a los viñedos, a los mercados y —de manera progresiva— a las mesas chilenas. No lo hace como una alternativa a los grandes vinos finos de guarda, ni como un competidor de la industria exportadora, sino como un producto con sentido de lugar, cargado de memoria agrícola, saber hacer y cultura viva.

El chacolí es hoy una bebida con historia, con relato y con rostro humano. Su sencillez no le resta mérito; por el contrario, lo vuelve un vehículo genuino para comprender las lógicas del campo chileno. Es el vino de los oficios heredados, del fermento de la vendimia compartida, de la bodega de adobe, de la estera y del coligüe. Y en cada copa servida en Doñihue —durante las fiestas, las ferias o las clases que hoy se dictan en torno al enoturismo— late una herencia que se negó a desaparecer.

La Fiesta del Chacolí, celebrada cada año desde 1975, no es solo un evento folclórico: es una verdadera escenificación del orgullo campesino, un acto de resistencia cultural frente a la homogeneización de los gustos, y una vitrina del potencial de la economía de pequeña escala. En ella se conjugan el vino, la gastronomía criolla, los chamantos tejidos y las cuecas improvisadas, componiendo una experiencia profundamente chilena.

Una tradición que se niega a desaparecer

Recuperar el chacolí no es una mera expresión de nostalgia ni una excentricidad académica. Es, más bien, un acto de justicia histórica y una reivindicación cultural largamente postergada. Significa devolver visibilidad, dignidad y proyección a una forma de hacer vino nacida en los márgenes del sistema, cultivada por generaciones de agricultores que, al margen del canon enológico dominante, preservaron conocimientos, técnicas y sensibilidades propias de la ruralidad chilena. En el chacolí se condensa más de dos siglos de cultura agrícola popular, de prácticas transmitidas oralmente, de vendimias anónimas que resistieron —en silencio— la modernidad afrancesada que definió la identidad oficial del vino chileno.

El chacolí interpela, con elocuencia, la narrativa hegemónica que ha situado el origen de la calidad en la imitación de Burdeos y en los estándares de exportación. Nos recuerda que la historia del vino chileno también se escribe desde Doñihue, desde el Huasco, desde las laderas olvidadas del secano interior, y desde las manos curtidas de los chacoliceros que siguen pisando sus uvas con el orgullo de quienes nunca renegaron de su origen. Su vino —austero, ácido, fugaz— no aspira a competir en la arena del lujo global, pero sí a ser reconocido como una expresión legítima del alma campesina y territorial de Chile.

En el contexto actual, marcado por los efectos del cambio climático, la concentración de la industria y la erosión de la biodiversidad vitícola, el chacolí representa una alternativa resiliente y adaptativa. Se elabora con variedades criollas aclimatadas al territorio, sin necesidad de barricas ni guarda prolongada, y con bajos niveles de alcohol. Su modelo productivo es austero, de bajo impacto ambiental y centrado en la escala humana. Su renacimiento, por tanto, no es solo un gesto cultural, sino también una respuesta inteligente y oportuna frente a los desafíos del presente y del futuro.

El chacolí ha vuelto. No como una reliquia del pasado, sino como una promesa de lo que una vitivinicultura más diversa, justa y sostenible puede llegar a ser.